Cuando los 600 hicieron furor en nuestro país y la población comenzó a permitirse viajar tímidamente por nuestra geografía, no dejaban de asombrarme esos comentarios de: ¿qué has visto del pueblo tal? -La plaza del Ayuntamiento, la iglesia y el mercado. -¿Sí? Cuéntame, cuéntame cómo era el mercado, qué había?
Mi mente infantil no entendía qué tenía de interesante o atractivo palpar tomates, contemplar pollos colgados o aspirar el aroma del pescado crudo. Mi mente actual sigue sin entenderlo, aunque me rindo ante la evidencia, algo debe tener cuando sigue siendo de interés para tanta gente.
Reconozco que algunos son atrayentes para los sentidos por sus bien ordenados y coloridos puestos de frutas, especias… y que otros son arquitectónicamente dignos de admiración, tanto que, como en el caso del mercado central de Valencia, las estrellas de Hollywood no dudaron en cruzar el charco para asistir a una glamurosa velada organizada en él.
Aunque… hombre, en cuanto a eso de organizar fiesta de tiros largos, qué quieres que te diga, desde luego si miras hacia arriba es espectacular, pero lo de abajo son los puestos de toda la vida, con los olores correspondientes, por muy limpio y recogidito que esté.
Y ¿quién viaja por China, Tailandia, Indonesia… y no se adentra en sus mercados? ¡Incluso está recomendado en las guías turísticas! Pues bien, sucumbo, adentrémonos en ellos.
En Indonesia, uno de los más visitados es el del área de Toraja, impactante colectividad, en la isla de Sulawesi, la mía. En otros posts hicimos ya algunas incursiones en la región.
Frutas, verduras, dulces… y sobre todo café molido de la zona, famoso en todo el país, se exhiben en una algarabía de puestos callejeros. Es el mercado diario. Pero no el que le da singularidad.
Ese honor lo posee el mercado de los animales celebrado semanalmente. Para no repetir texto, podéis clickar aquí los interesados y repasar mi relato sobre él. Creo que no tiene desperdicio.
Mencionar aquí simplemente que fue algo que difícilmente olvidaré: tres zonas diferenciadas en la que bueyes, cerdos y aves, todos ellos vivos, se ofrecen a la venta y, curiosamente, los dos primeros grupos, especialmente para ser sacrificados en los rituales funerarios.

No es de cartón piedra, no. Y en la imagen parece más pequeño. Al natural, nunca mejor dicho, impacta de narices.
Una segunda población, en la que, para muchos, la visita al mercado es obligada es la de Tomohon, en el norte de la misma isla. Fama posee mucha pero es de los pocos lugares, por no decir el único, que nos hemos negado rotundamente a visitar.
En cualquiera de las islas recorridas hasta ahora he encontrado alimentos desconocidos para mí. Me han resultado curiosos y con un sabor, en la mayoría de los casos, más que apetecible. Pero… la etnia Minahasa, habitante de esta zona posee, nunca mejor dicho, costumbres alimentarias difíciles de digerir para la mentalidad occidental.
Os comento brevemente pero ya advierto que texto o imágenes (obtenidas de google) pueden herir sensibilidades, y eso que, alejándome de la morbosidad, he elegido las más suaves.
En sus puestos del mercado encuentras, por ejemplo, pitones. Las pitones… bueno, podrían pasar, da un poquillo de cosa verlas pero al menos ya no te pueden enroscar y, aunque no las he catado, de siempre he oído que la carne de reptil es francamente buena. Además, son animales fríos.

Imagen de google
¡Pero de ahí a comer ratas o murciélagos, va un abismo!

Imagen de igihe.com

Imagen de footage.framepool.com
No digamos ya pasar a la siguiente categoría, sólo pensarlo me produce escalofríos: monos y perros. Dos animales que para mí son casi humanos, es más, pueden incluso superarnos en sentimientos y en lo que no son sentimientos.
A menudo suelen estar aún vivos, enjaulados. Una vez elegidos por los clientes son sacrificados de unos simples garrotazos, tras los cuales queman la piel con un soplete, quitan las vísceras y trocean.

Imagen de elmundo.es
No, decididamente, es de los escasísimos lugares indonesios del que no puedo hablaros con una sonrisa, aunque entiendo que es simplemente una cuestión cultural. Si hubiera nacido allí me parecería de lo más natural, al igual que me lo parece comer caracoles mientras que a los norteamericanos doy fe que les produce conmoción sólo pensarlo.
Pero tranquilos, el resto de Indonesia no suele consumir este tipo de carne. Suelen preferir el buey, que resulta algo caro para la mayoría, el cerdo (en las comunidades no musulmanas), el pato, y sobre todo el pollo y el pescado.
Esto no quiere decir que sus mercados no nos llamen la atención y no nos tengamos que mentalizar antes, durante y después de acudir a ellos. Pero ya es otra cosita. Te acostumbras pronto… a ver qué remedio.

Esto para empezar, los charcos con agua marroncilla
Makassar, la ciudad donde vivo, es enorme. Que yo sepa no tiene un gran mercado central. El denominado así, es de ropa y tejidos, no tiene nada que ver con comida, ya os lo mostraré algún día.
En cambio, sí posee múltiples pequeños mercados. A veces los puestos están dentro de un edificio cubierto con o sin puertas. A veces son pequeñas tiendas en las plantas bajas de sus propias viviendas. Las más de las veces simplemente son tenderetes de madera que no sabes cómo se mantienen en pie, salpicados por las calles. Y por supuesto, también hay productos sobre plásticos en el suelo, no se si porque así lo desean colocar o porque se cayeron ya los tenderetes.
Aquí no hay guantes, ni cartelitos de control de Sanidad ni cámaras frigoríficas. Pero en el fondo no hace falta para comprar buena mercancía porque, con el calor imperante en la calle, si carnes o pescados no estuvieran frescos, su aspecto y hedor los delataría enseguida.

Claro que por muy fresco que sea, ver la carne por los suelos al principio da cosilla, da.
Es más, hablando de “frescura”, no es extraño ver a las ranas intentando saltar despavoridas antes de ser decapitadas con destreza, o a los mariscos avanzar con movimientos silenciosos en un afán de regresar, como propugna el crustáceo Sebastian de la película animada La Sirenita, “bajo el mar”.
En mi ciudad, me recomendaron sólo el mercado chino, al que la mayoría de la población no acude porque es más “selectivo”, es decir, caro. Puedo decir que, la primera vez que acudí, no adquirí nada y no por los precios precisamente. Como los chinos en Makassar, por regla general son los más pudientes, esperaba un mercado a nuestra usanza. Pero, nada más lejos de la realidad.
Una sola calle, de unos pocos metros, bastante estrecha, con tenderetes desvencijados a ambos lados. El suelo lleno de baches y éstos de agua sucia. La gente abriéndose paso a duras penas, aunque esto no era óbice para que alguna moto se hiciera hueco también… Vamos, un shock. No me desmayé, yo creo que porque ahora no está de moda.

Esta es una calle cercana, con comercios de tipo bazar. La moto preparándose para entrar

Pero también hay puestos aseaditos y monos como éste, claro que la señora en lo alto y reposando las manos sobre los pies… lo dicho, lo que no mata, engorda.
Pero las ganas de comer cerdo, único lugar en que se podía encontrar, eran poderosas, y a la segunda iba bien mentalizada. Hasta me lucí al regatear, que no sé qué me cuesta más, si adaptarme al mercado o al regateo, porque aunque creas que obtienes un buen precio, la mitad e incluso un tercio del precio inicial, al final te han cobrado el doble que al cliente local.

Aquí compro yo. Uno de los puestos de cerdo con mejor pinta. Sigo viva, incluso con más kilillos que antes.
Y hasta te cuelan algún billete falso, ni siquiera bien falsificado sino del monopoly local, que no sé si sentir ira o autocompasión por ser tan pardilla. Afortunadamente, la pérdida de un billete de dos mil rupias sólo asusta cuando no sabes que al cambio son sólo unos treinta céntimos.
Tampoco me termino de acostumbrar a los críos de ocho, diez, doce años que nos siguen. Al final, para que no se agolpen una docena, eliges a uno y por la propina que desees, normalmente cinco mil rupias, van cargando con todas tus bolsas, sean dos o doscientas, así que mejor elijo a dos chicos para que no lleven más de un par de bolsas cada uno. Y para que juntos se protejan del gallito quinceañero que les quiere quitar el dinero.
Si sólo necesito pescado, o si quiero curiosear nuevas especies, de colores celestes, rojos, amarillos… mejor acudo a las lonjas de pescado.
Nuevamente he de ir preparada a pisar charcos ensangrentados, esquivar vísceras apiladas y aspirar fuertes hedores, especialmente junto a las salazones. Pero la variedad es grande y también la calidad.
El problema aquí, como las familias son enormes, consiste en que no entienden que quieras sólo medio kilo o dos filetitos de lo que sea. No, te plantan la pieza entera. Claro que un atún de tres kilos por cinco euros tampoco es para discutir mucho ¿no? Te quedas con los dos filetitos, le regalas el resto al vecino y más amigos que el mundo.

«Puesto» de tiburones
Unas veces el pescado se exhibe en mesas. Otras, para qué, el suelo vale igual. Al fin y al cabo al cocinarlo en las brasitas van a palmar todos los gérmenes.

Estos son los privilegiados, a cubierto del sol y la lluvia

A estos ya les toca ponerse el toldito de plástico
Y es que, a pesar de todo, acabas riéndote, si no es por una causa es por otra, porque a ver ¡a quién se le ocurriría abanicarse con un pescado abierto salado! Ayyy, sí, más nos vale reír.
Finalizamos aquí nuestro día de mercado. En otra ocasión os invitaré a acompañarme al supermercado.
Y qué mejor manera de despojarnos de las emociones fuertes que con el festín de aquella langosta que nos ofrecían. ¿A doce euros el kilo? Madre mía, cómo nos sangran a los guiris, mejor la dejamos para otro día que no esté tan cara.
¿Cómo decís? ……. ¿Qué preguntemos el precio en España? ……… ¿Por…?
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