Ojos como platos y el grito en el cielo. Eso es lo que pones cuando, por primera vez, recién llegada a Indonesia, decides contratar servicio doméstico. 

Trasladarse a otro país conlleva pros y contras. En este caso, entre sus contras, estar a demasiadas horas de los tuyos, en una sociedad menos desarrollada y con un calor sofocante. Entre los pros, conocer nuevos parajes, una nueva cultura y, algo estupendo, aprovechar el inferior nivel de vida para por fin poder vivir como una marquesona.

El salario medio de un obrero, según me han comentado, está entre 130 y 300 euros mensuales. Una asistenta cobra por unas cuatro horas de trabajo, entre 50.000 y 100.000 rupias, o lo que es lo mismo, entre 3 y 6 euros. La cantidad dependerá de la cara de guiri y la experiencia que tengas negociando.

El trabajo por horas, sin embargo, no es demasiado frecuente. Lo habitual es tener una persona interna, o más de una, porque aquí los pudientes son pudientes, y sus casas, gigantescas. Además, casi todas las asistentas provienen de zonas rurales y vivir en la casa en la que trabajan les supone tranquilidad y ahorro.

Una interna suele salir por unos 130-150 euros al mes, además has de proporcionarle las comidas. Horario, desde que amanece o incluso antes, hasta que acaba la faena. Y, si sois o alguna vez habéis sido amas/os de casa, ya sabréis que la faena nunca jamás acaba. En cuanto a días libres, uno a la semana, si es que el empleador tiene a bien.

También es cierto que aquí, en muchos casos, tener a una interna implica hacerte responsable de ella. Tanto si hubiera que pagarle un médico como si te pide dinero para cualquier otra cosa, ahí debes estar. Y también dan por hecho que le harás regalos de vez en cuando, no digamos ya si vas de viaje.

Aparte de eso, lo cierto es que no piden mucho. A menudo suelen ocupar estancias de tamaño tan reducido que harían clamar al cielo, justo el sitio de tumbarse, ni un metro más. ¿Inhumano? Para nuestra mentalidad, sin duda, pero si se tiene en cuenta que, en ocasiones, ellas mismas, si les preparas un cuarto al estilo occidental, te piden que retires la cama porque prefieren el suelo… pues, ya no sabes qué pensar.

Los occidentales nos echamos las manos a la cabeza, pero aquí, dormir en una habitación comunal, toda la familia en el suelo, sobre alfombras, o simplemente sobre un sarong (equivalente al pareo), sigue siendo bastante habitual.

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¿Veis? Sofás, mesitas… pero ¿quién las necesita? Yo la única, la de la esquina, que no sabía ya cómo doblarme

Pero, contemos alguna experiencia personal porque sí, decido delegar las faenas domésticas, entre otras cosas porque me empiezo a cansar de barrer encorvada, que termino “eslomaíta”  y es que, como aquí la población es más bien bajita, el único modelo de escoba que encontré en el super me llega a la altura de la cadera. Aunque ya me adelantan que, como requiero ayuda sólo un par de días por semana,  dos personas tampoco es que ensucien tanto, me durarán poco las asistentas.

Y, efectivamente, la primera con la que quedé ni siquiera se estrenó. Tenía tal cara angelical que creíamos era mucho más joven y nos angustiaba la idea de que no pudiese ir a la escuela. Así que estábamos casi decididos a contratarla a tiempo total para que trabajara sólo un par de mañanas y dedicara el resto de la semana a ir al colegio, incluso darle algunas clases personalmente.

Quedamos en que empezaría  a las dos semanas, a mi regreso de vacaciones. Pero el día fijado me quedé esperando varias horas, hasta que averigüé que se había ido a otra casa donde le ofrecieron trabajo diario. Empezamos bien.

Aunque el refranero es bien sabio, y no hay mal que por bien no venga. Unas semanas después descubren en la otra casa que estaba sustrayendo ropa y dinero. Esto es algo que puede ocurrir en cualquier país del mundo, está claro, pero nos afectó bastante y cambió nuestra manera de enfocar el tema.

La segunda sí que se estrenó. Me dijeron que tendría que enseñarle cómo me gusta que se hagan las cosas. Nada nuevo, eso es lo normal, pensé. Ya me las prometía felices pero, como decía mi padre, “quieto y parao, dónde vas corriendo tanto”. Y es que, para diferencias culturales, no hay más que empezar por las faenas caseras cotidianas.

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Tengo un centro de mesa muy rústico, minimalista, unas ramas secas dentro de un bote de cristal con unas conchas.

Pues hete aquí que la chica me lo desmonta sin parpadear, ¡con el rato que me llevó que las conchitas me cuadraran en el bote!, y se pone a barrer con las ramas. Mi perplejidad cuando me explica que eso es una escoba de toda la vida y que cómo soy capaz de ponerla encima de la mesa, sólo se iguala a la de ella cuando vuelvo a colocarlo en el bote.

-Deja, ya barro yo…

Para que la escoba de toda la vida, de toda mi vida quiero decir, me llegue a una altura más adecuada, la uno con cinta de embalar a un tubo de plástico que no sé de dónde habría salido. Sí, mejor barro yo, porque ninguna de las dos se repone de la sorpresa y ella, con la escoba occidental no se aclara. La impulsa enérgicamente de detrás hacia adelante, que no sé cómo no sale disparada,  y el polvo vueeela y vueeela.

 

 

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Pues era cierto. Ya me fijé y sí que eran escobas. Esta es la señora que barre a diario las calles de la urbanización, le ha puesto palo pero lo habitual es que no lo lleve. Y no, no está la foto tomada en invierno. 35 grados y 85% de humedad. Así van de tapados casi todos los que trabajan al aire libre

La escoba-florero vuelve a su sitio, a decorar la mesa. Por cuánto tiempo, ya es otra cosa. A los diez minutos vuelve a desmontarla y se la lleva al cuarto. Pues será que le parece mejor ponerla allí, pienso yo, que lo tengo todavía sin un solo adorno…

Cuando de repente me la veo sacudiendo con ella la almohada y las sábanas. ¡Para, para, para, porfa, que las ramas son muy duras y me van a destrozar la ropa de cama!

-Deja, ya cambio yo la cama…

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Cansada de cuadrar y cuadrar las conchas, cambié el bote por una lámpara de papel, Más fácil y mucho más chula quedó, y al estar en el suelo igual la chica se quedaba más tranquila.

Anda, ve haciendo el baño. -Bien, responde. En esto se oye un ruído enorme de agua. Se le habrá caído el cubo, pensé. Pues no, había fregado las baldosas con un cepillo y esparcido luego todo el agua del cubo por el suelo, aposta. ¡Tres dedos de agua por todo el baño!

-¡No, no, todo encharcado no, el agua hay que recogerla! -le digo. Su estupor y el mío van al compás. ¿Recogerla? ¡El agua no se recoge! ¡Se seca sola!

Le traigo el palo de la fregona y sus ojos me dicen “¿eto que é?”. Hago una demostración de cómo se usa y a la que lo intenta ella, el cubo se va a Sebastopol. En el segundo intento, a la China, así que finalmente decide escurrirla directamente con las manos.

¡Con lo fuertes que son aquí los productos químicos, se quemará la piel…!

 -Deja, deja, ya lo hago yo.

-¿Sabes cocinar? Para mí eso es casi imprescindible, es lo único que realmente odio de la casa, me supera. -Por supuesto, pero no puedo cocinar, no hay arroz ni sambal.

Ahhh, sambal, la palabra terrorífica para mis papilas gustativas y mi estómago. -No, no, yo no como arroz en cada una de las tres comidas diarias y el sambal ni probarlo.  -¿Comes sin arroz ni sambal, cómo puedes comer sin arroz ni sambal?  -Bueno…soy así de rara. Y se ríe. Realmente soy rara, muy rara, para ella.

-Mira, te diré cómo hacer una tortilla de patatas, muy típico en mi tierra, es fácil. –Vale, pero no sé usar la cocina de gas ni el microondas.

 -Ah, pues… deja, deja, ya lo haré yo.

-Mientras tanto, ¿podrías lavar esta blusa a mano por favor? Es delicada y no la quiero meter en la lavadora de turbina. – Claro, ibu («señora», así llaman siempre aquí a toda mujer mayor que ellos, en señal de respeto, aunque sea de inferior condición social).

De repente vuelvo a oir un gran estrépito de agua y me la veo en el lavadero, en cuclillas, posición completamente habitual en Indonesia, con el grifo de la pared abierto a tope, mi blusa bajo el chorro, en el suelo, y  dale que te pego restregándola con un cepillo de cerdas duras, el mismo que había utilizado para las baldosas del baño. Creí que me daba un infarto, o dos, tal vez tres… titánico el esfuerzo por mantener la compostura.

-Deja, deja, cariñet, ya lo haré yo. Anda, por favor, recoge con la fregona y ponla luego a secar. Nooo, dentro del fregadero noooo. En el patio, en el patio, porfa…. porfa, porfa, porfa, Ya llegué a ese punto en el que no sabes si tirarte al suelo a reir o a llorar.

-Deja, deja, ya lo…

En fin, que mi aproximación al marquesado quedó ahí, en un mero sueño de verano.

Suena quijotesco pero, como siempre digo, todo tiene su explicación, y no puedes pedir, a unas personas que acaban de salir de la vida rural profunda, que conozcan lo que para ti son cosas básicas. Cuesta entender que en la época en que estamos, hasta ahora su vida diaria se llevara a cabo en  casas de madera en medio de la nada, con agua de un pozo comunitario y luz de un generador.

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Así de humildes y desamparadas lucen muchas casas de la Indonesia rural

Casas cuyo baño se limita a un agujero en el suelo, a modo de sanitario, y un bidón de agua con un cazo a modo de ducha, ambas cosas en el exterior y a menudo sin tan siquiera un techado. Casas cuya cocina se compone de una mesa para apilar los cacharros y una fogata en el suelo alimentada por corteza de coco… (Echale un vistazo, si no lo hiciste ya, a los posts “Sola ante el peligro II, III y IV),

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Pozo y ducha comunitaria en la aldea de Lemo Lemo, de la que ya os hablé. Al fondo, aunque mal, se ve a una mujer envuelta con un sarong a la que ayudan a duchar con un bidón de agua

No, decididamente, no puedes enfadarte con ellas por curiosear el funcionamiento de las cajoneras de la cocina ni por empapar las bayetas atrapapolvo antes de usarlas.

A pesar de todo, conectamos muy bien. Tenía muchas ganas de trabajar y de aprender y nos enseñábamos mutuamente indonesio e inglés. Todavía oigo sus carcajadas cada vez que terminaba recurriendo a la mímica para hacerme entender.

Me traía comida de su casa los fines de semana sin yo pedírselo y sin aceptar dinero a cambio. ¡Madre mía, con su sueldo! ¡Una lección de generosidad! Aún sin ser culpable de nada, me sentía algo avergonzada, la verdad. Así que le correspondía con una porción de lo que yo cocinaba y con algún regalillo para el crío que, curiosamente, no se llevaba sin que yo se lo diera al marchar, pero sí hurgaba en la bolsa en cuanto la veía, aún sin saber que era para ella.

Me confiesa que está encantada conmigo, al igual que yo con ella y me invita a la boda de un familiar (relatado en el post “Mi primera boda musulmana), tras la cual, sin saber cómo ni por qué, deja de venir. El primer día pone la excusa de cansancio, el segundo aparece nerviosa y a la media hora se marcha a dar de mamar al hijo que está malito, prometiendo volver en un rato. Y hasta ahí. No contesta a mis mensajes preguntando por el niño ni aparece más.

Nadie, ni local ni extranjero, me ha sabido dar explicación a lo ocurrido. ¿Metimos la pata en algo? ¿No le gustamos a su familia? Misterio por descubrir.

La tercera “maid”, como allí las denominamos, una joya. Después de años trabajando con extranjeros, se defendía en inglés, y ninguna faena se le resistía, además de saber cocinar platos típicos de todas aquellas nacionalidades para las que había estado trabajando. Lástima que, preservando nuestra intimidad, no le pudiera ofrecer quedarse interna, así que aunque poco duró, alguna que otra vez nos chateamos.

La cuarta… la cuarta, a pesar de quedar siempre a las nueve de la mañana, se presentaba a las siete, uno y otro día. Yo entiendo que ellos se levanten a las cinco para el rezo y que ya sigan la marcheta diaria, que hace a esa hora algo menos de calor.

Pero ella no entiende que yo estoy en uno de los múltiples intentos de alcanzar el marquesado y, decidme, ¿de qué sirve ser marquesa si tienes que poner el despertador todos los días a las seis de la mañana? Y luego explicar por enésima vez que eso sí, que es verdad que es una escoba, pero que los extranjeros somos un poco raros y a veces la ponemos en la mesa,  y que pasar la fregona escurrida de un tirón a los 90 metros cuadrados igual no deja el suelo demasiado reluciente y que… deja, deja.

Así que me dí por rendida. A partir de ahora, ya no busco a nadie más. Porque, si ahora que no tengo obligación de madrugar para ir a la oficina ni llevar a las niñas al colegio, he de elegir entre poner el despertador  o realizar las faenas caseras …

 ¡DEJA, DEJA, YA LO HARÉ YO!

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Y colorín colorado, por fin me quedé contenta con mi escoba-florero-lámpara sobre la mesa. ¡Mirad qué bien lució en la cena de Nochebuena!