Una bonita visión y una gran lección.

Todos hemos visto en fotos o reportajes la imagen de monjes budistas con sus túnicas naranjas orando, subiendo a un templo… bien sea en Tailandia, La India o cualquier otro país asiático.

El desfile de monjes al amanecer en Luang Prabang, aunque personalmente me planteo si debiera, es una de sus atracciones turísticas. Y como tal, no podíamos omitirla.

La religión budista es la cuarta más extendida del mundo. Y en Luang Prabang el 85% de la población la practica. Hay dos ramas principales:

 – La   denominada Therevada (Escuela de los Ancianos), cuya finalidad es llegar al Nirvana, la espiritualidad, siguiendo las pautas marcadas por Buda.

– Y la denominada Mahayana (El Gran Camino), cuyo cometido no es tanto el llegar a la espiritualidad sino el ayudar a los demás a conseguirlo.

La primera es la más común en Luang Prabang y, dejando aparte el aspecto estrictamente religioso, en el que no voy a entrar,  bajo mi punto de vista es toda una filosofía y tiene muchos puntos positivos de cara a la vida cotidiana.

Para llegar a esa espiritualidad tienen más de 200 normas de disciplina que podríamos resumir de manera muy somera, en un código ético (hablar y actuar correctamente) y una disciplina mental (esfuerzo, meditación…).

Casi todos los varones de la ciudad, y de Laos en general, ingresan en un monasterio en algún momento de su vida. Es motivo de orgullo personal y familiar. Cuándo y por cuánto tiempo es una decisión individual. Un día incluso es suficiente, aunque lo normal es que se recluyan varias semanas e incluso meses. También las mujeres pueden profesar como monjas, no obstante es mucho menos común.

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Es la primera vez que veo monjas, o al menos que soy consciente de ello. Siempre pensé que era algo exclusivamente masculino

Y sí, este desfile matutino desde luego nos dejó claro que disciplina y coraje le echan.

Son las cuatro de la mañana, noche cerrada, y nos preparamos para salir del hotel a ver la procesión. Hace bastante más que fresco. Llevamos pantalón largo, camiseta y sudadera y se queda corto.

No sabemos exactamente a dónde debemos dirigirnos pero justo en la entrada del centro histórico vemos ya un montón de gente poniendo alfombrillas en el suelo, así que allí nos quedamos.

Pensamos que serían para sentarse, pero no. Al menos no del todo, ya que en la parte delantera comenzaron a colocar recipientes de bambú que contenían arroz y cuencos llenos de golosinas. Era curioso apreciar cómo se esmeraban en que tanto las esterillas como las viandas estuvieran perfectamente alineadas.

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En la oficina de turismo nos habían comentado que, si no éramos budistas, nos limitásemos a verlo sin participar y que no utilizásemos flash para hacer las fotos. Para nuestra sorpresa,  la mayoría de los presentes éramos turistas, casi todos acompañados por guías locales que comentaban lo que había de hacerse porque, por supuesto, cómo no iban a participar.

Algo perpleja quedé cuando, echando la oreja, me entero de que la comida depositada en las alfombrillas no es para aliviar la espera como yo creía, sino para ofrecerla a los monjes. Ya no sólo me parece que merezca la pena estar allí por lo vistoso o novedoso. ¿Cuántas veces en nuestro país se acerca alguien a pedir y no te acepta sino dinero?

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¡Más golosinas que arroz! Debimos participar también, aunque sólo fuera por quedarnos de recuerdo la cajita tan bonita.

Algunos nos colocamos en un murete elevado para ver todo el panorama sin molestar y nos hicieron bajar, al igual que a los de abajo les dicen que no podrán estar de pie cuando lleguen los monjes.

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Parece ser que ninguna cabeza puede estar por encima de las de ellos. No sé exactamente la razón, aunque intuyo que simple y llanamente se trata de respeto porque, si están sacrificándose para subir de nivel  en su camino a la espiritualidad, está feo que tú que no te molestas estés en una posición más elevada, más cercana a Buda, aunque sea simbólicamente.

Son ya las cinco y algo y aún es de noche cuando comienza a llegar una hilera de monjes. Caminan en silencio, de uno en uno, descalzos y por única vestidura la túnica naranja que ni siquiera les llega a cubrir por completo ni brazos ni piernas.

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Portan un recipiente donde la gente, de rodillas o sentada en la parte posterior de la alfombrilla, les va depositando la comida, tal vez la única comida que tengan para todo el día.

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Nos asombra que desfilen tantos niños. Tal vez para que aprendan disciplina desde jovencitos, tal vez porque cuanto antes lo pasen, mejor… quién sabe, de todo un poco.

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Ahora me explico tantas golosinas

Ninguna expresión en los rostros, salvo en un par de ellos muy jovencillos. Una mezcla de susto, desasosiego, frío y sueño. Van en la cola, deben ser los nuevos. Se restriegan alguna vez los ojos, se les escapa alguna vez un bostezo, se estiran una y otra vez, sin mucho éxito, la túnica, en un intento de guarecerse de la ingrata temperatura, se restriegan los pies sobre las pantorrillas para estimular sus ateridos músculos o quitarse algún guijarro que les esté martirizando…

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¡Dan ganas de cogerlos en volandas, enrollarlos en una mantita y acurrucarlos bien!

Alguna que otra vez se gira con gesto desaprobatorio el monje adulto que va en cabeza, que imagino será el tutor. ¡Pobres, a alguno creo yo que le caerá un responso en cuanto regresen al monasterio!

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Este pobre ya no sabía qué hacer con el frío y los picores

Por supuesto,  eso de sin flash, nada. En cuanto aparecieron las primeras siluetas aquello parecía una verbena, porque claro, aun noche cerrada, y los monjes que obviamente no se iban a parar  a posar para que tú disparases con una velocidad baja en la cámara…

Como los monjes venían por distintas direcciones –cada uno salía de su monasterio-, las hileras no eran demasiado largas. Teníamos curiosidad por saber qué harían luego, si alguna ceremonia en el templo, así que decidimos seguir a uno de los grupos, que no dejaba de sentirse extrañado.

Fuera de la calle principal pocas personas con ofrendas encontraban, pero esos pocos ya no eran foráneos y ahora sí apreciábamos de verdad sus faces reverentes.

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De vez en cuando se paraban a entonar un cántico, tal vez para dar las gracias a los devotos, o a Buda. Y tal vez también para que sus mentes se centraran en otra cosa que no fuera el frío ya que, si nosotros comenzábamos a tiritar, ellos, descalzos y con tan poca ropa, imagino cómo debían estar. Desde luego, o cogen una pulmonía o se curten.

De lo que no cabe la menor duda es de que hace falta un gran espíritu, al menos de sacrificio y obediencia, para pasar pruebas como esas todos los días cuando en su casa posiblemente dispongan de bastantes más comodidades y comida.

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De algunos me impacta su expresión humilde

Aunque al ir en pequeños grupos no resultó tan impactante como si hubieran llegado todos al tiempo, desde luego ver acercarse en la oscuridad de la noche las túnicas naranjas resultó llamativo y bonito y, por supuesto, pensar en su abnegación, supuso toda una lección.

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No diría yo de hacer justo lo mismo en nuestro país para aprender ciertos valores pero, tomar ejemplo de alguna manera no vendría nada mal a una sociedad que, cada vez,  valora más lo material sobre lo humano, que cada vez más, sabe de sus derechos pero no de sus obligaciones, que cada vez, se enardece más de la pillería que de la honestidad…

Una sociedad que, cada vez más a menudo, pienso si no se nos está yendo de las manos.

 

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